¡Salve usted a mi hijo, Monsieur Pasteur!
El 6 de Julio de 1885, una mujer llegó llorando con su hijo de 9 años al laboratorio donde investigaba Louis Pasteur. El chico se llamaba Joseph Meister y había había sido mordido dos días antes por un perro rabioso en 14 sitios diferentes. De puro dolor, casi no podía andar y su muerte en breve plazo estaba prácticamente asegurada.
¡Salve usted a mi hijo, Monsieur Pasteur! ? rogaba insistentemente aquella madre.
Pasteur había probado un remedio en animales pero jamás en personas. ¿Debía inocular aquel remedio al muchacho o no? Gran dilema. Pero antes de continuar, he de poneros en precedentes. Vamos al principio de nuestra historia de hoy, 3 años antes, en 1882.
Pues bien, por aquel año trajeron al laboratorio de Pasteur un perro rabioso bien atado y con gran riesgo para todos. Fue introducido en una gran jaula donde había varios perros sanos para que los mordiese. Por otro lado, Emile Roux y Charles Chamberland sacaron baba de la boca del furioso animal, la inyectaron a conejos y conejillos de Indias, y esperaron que hicieran su aparición los primeros síntomas de la rabia.
El experimento tuvo éxito unas veces, pero otras muchas no, de cuatro perros sanos mordidos, dos amanecieron, seis semanas después, recorriendo furiosos la jaula y aullando, y, en cambio, transcurrieron meses sin que los otros dos presentasen el menor síntoma de hidrofobia al igual que con los conejillos de Indias. Dos conejos empezaron a arrastrar las patas traseras y terminaron muriendo en medio de horribles convulsiones, mientras que otros cuatro siguieron tranquilamente royendo las hortalizas. En el proceso no había ritmo, ni medida, ni regularidad.
La rabia es una de las enfermedades que más espanto han producido a la humanidad. Pasa al ser humano a través de la saliva en las mordeduras. Afecta al sistema nervioso provocando espasmos musculares dolorosísimos y posterior parálisis que, al llegar a los músculos que permiten la respiración, conduce a la muerte. Cuando quedan afectados los músculos de la boca y cuello hacen imposible cualquier deglución y resulta extraordinariamente dolorosa. Por eso, los animales que la padecen aparecen con la boca llena de saliva espumosa y rehuyen la ingestión de agua. De ahí que se la conozca también como hidrofobia (odio al agua). La cura en aquellos tiempos consistía en un hierro candente en la herida que dejaba la huella en la carne de por vida. Y sólo quedaba esperar.
Desde la inoculación por la mordedura hasta la aparición de los síntomas, hay un período de tiempo en función de lo lejos que haya sido la mordedura de la cabeza, puesto que el virus va por los nervios hasta llegar al cerebro. Durante ese tiempo todavía se puede actuar. Una vez aparecidos los síntomas era mortal en todos los casos incluso hoy en muchos a pesar de los avances médicos.
La rabia es un virus y no se podía ver al microscopio óptico. ¿Cómo detectar dónde estaba? Pasteur pensó que, por los síntomas, tenía que atacar al sistema nervioso y era allí donde había que buscarlo. Si se inyectaba bajo la piel el virus podía extraviarse antes de llegar al cerebro y para comprobarlo había que inyectarlo directamente en el cerebro. Había que hacer un pequeño agujero en el cráneo de un perro e inocularlo sin causarle daños. Roux le dijo que no había problema, pero Pasteur se negó a hacer ese experimento:
- Pero ¿qué me está diciendo? ¡Taladrar el cráneo a un perro! Le haría un daño tremendo al pobre bicho, y además, le estropearía el cerebro, le dejaría usted paralítico. ¡No! ¡No puedo consentirlo!
Suerte que, para Pasteur y la humanidad, Roux fue desobediente. Aprovechando una ocasión en que nuestro héroe tuvo que salir del laboratorio para asistir a una reunión, anestesió un perro sano con cloroformo, le hizo un pequeño agujero en la cabeza, puso en una jeringuilla una pequeña cantidad de cerebro machacado de un perro recién muerto de rabia, y por el agujero practicado en el cráneo del perro anestesiado metió la aguja de la jeringuilla y lentamente inyectó la mortífera substancia rábica.
A la mañana siguiente Roux contó a Pasteur lo que había hecho. Aún no habían transcurrido dos semanas, cuando el pobre animal empezó a lanzar aullidos lastimeros, a desgarrar la cama y a morder los barrotes de la jaula muriendo a los pocos días. Ahora tenían una forma segura de inocular la rabia.
Un día, uno de los perros inoculados con la substancia procedente del cerebro virulento de un conejo, dejó de ladrar, de temblar y, milagrosamente, se puso bien por completo. Pocas semanas más tarde, inyectaron en el cerebro a este mismo animal, una nueva dosis. La pequeña herida de la cabeza sanó rápidamente; Pasteur vigilaba muy atentamente pero durante meses enteros el perro siguió viviendo, juguetón, en su jaula. Fue el primer animal que había sobrevivido a los efectos del virus fatal, Estaba inmunizado por completo.
En aquel momento abrió los ojos: cuando un animal había estado rabioso y curado, no volvía a recaer. Ahora tenían que encontrar el modo de atenuar el virus. Sus ayudantes dijeron que sí a todo lo que propuso el maestro, aunque estaban perfectamente seguros de que no existía manera de poder atenuar el virus. Pero el tesón de Pasteur pudo con ellos. Descubrieron que si ponían a secar durante catorce días, en un matraz especial a prueba de microbios, un pequeño fragmento de médula espinal de un conejo muerto de rabia; al inyectarlo en el cerebro de perros sanos, estos no morían. Luego, pusieron a secar otros fragmentos de la misma substancia virulenta, durante doce, diez, ocho, seis días, y ver si podían contagiar a los perros nada más que un poco de hidrofobia.
Tal como los perros así tratados saltaban y olfateaban en sus jaulas sin dar señales de anormalidad alguna, los otros que no habían recibido las catorce dosis preventivas de cerebro desecado de conejo, lanzaban los postreros aullidos y morían rabiosos. Pasados tres años, Pasteur escribía a su amigo Jules Vercel:
Ni uno solo de mis perros ha muerto a consecuencia de la vacuna. Todos los mordidos han quedado perfectamente protegidos. Tiene que suceder lo mismo con las personas, tiene, pero ? me siento muy inclinado a empezar conmigo mismo, a inocularme la rabia y tener después las consecuencias, porque empiezo a tener mucha confianza en los resultados.
Y aquí es cuando llegó la madre del principio de nuestra historia.
- ¡Salve usted a mi hijo, Monsieur Pasteur!
Pasteur le dijo que volviera aquella misma tarde a las cinco. Fue a ver a dos médicos, grandes admiradores suyos, Vulpian y Grancher, que habían estado en el laboratorio y sido testigos de cómo podía preservar de la rabia a los perros gravemente mordidos. Por la tarde fueron al laboratorio para examinar al niño mordido, y al ver Vulpian las sangrientas desgarraduras, dijo:
- Empiece usted. Si no hace usted algo, es casi seguro que el niño muera.
Y en aquella tarde del 6 de julio de 1885, fue hecha a un ser humano la primera inyección de microbios atenuados de hidrofobia. Consistía en extractos de médula espinal de conejos conservada en un frasco abierto durante 15 días. Se le aplicaron otras 12 inoculaciones en los 10 días siguientes con extractos de virulencia progresivamente mayor. Día tras día, el pequeño Joseph Meister soportó las restantes inyecciones. El muchacho jamás presentó el menor síntoma de la espantosa enfermedad.
Una vez que salió indemne de la prueba, Pasteur perdió el miedo y dijo al mundo que estaba dispuesto a defender de la hidrofobia a todos sus habitantes. El 26 de octubre de 1885 leyó ante la Academia de Ciencias ?Un método para prevenir la rabia después del mordisco?. El mundo no tardó en aprovecharse de su descubrimiento. Muchas personas pasaron por el laboratorio de la rué d?Ulm. Los encargados del laboratorio no paraban de preparar cultivos y más cultivos para las inyecciones y hubo que suspender todo trabajo de investigación en aquellas series de habitaciones pequeñas y abarrotadas, mientras Pasteur, Roux y Chamberland iban clasificando muchedumbres políglotas de mutilados que en una veintena de lenguas diferentes suplicaban:
- ¡Pasteur, sálvanos!
Un total de 2.500 víctimas de mordeduras recibieron la vacuna en los 15 meses siguientes.
Todo el mundo reconoció abiertamente sus méritos. Empezó a llegar dinero en sumas que alcanzaron millones de francos para contribuir a la construcción de un laboratorio donde Pasteur pudiera disponer de todo el material necesario y seguir la pista a otras enfermedades. Los trabajos empezaron inmediatamente. El arquitecto se negó a percibir los honorarios y los constructores sólo aceptaron el pago de los gastos. El laboratorio fue construido pero nuestro héroe tenía entonces 63 años y salvar esas vidas liberó la tensión que había acumulado durante cuarenta años de incesante investigación.
Y no era para menos. Os recuerdo que durante su vida aclaró a Biot el problema de la polarización del ácido racémico, introdujo la pasteurización para salvar a los viticultores franceses; postuló la existencia de los gérmenes vapuleando a la generación espontánea; salvó a Francia del problema de su industria de la seda; tuvo un ataque de parálisis casi a los 50 años que había estado a punto de acabar con él y aun así quiso alistarse como voluntario para la guerra de Francia contra Prusia pero, como no le dejaron, observó las peligrosas condiciones de los hospitales militares y utilizó su fama para conseguir que los médicos, enfrentándose públicamente a ellos, hirviesen sus instrumentos y pasaran las vendas por vapor para matar los gérmenes y prevenir las muertes por infección recordándonos las enseñanzas de Semmelweis; obtuvo vacunas eficaces contra el cólera de los pollos, el carbunco y la erisipela del cerdo; estableció unos métodos de trabajo para la investigación bacteriológica rigurosos, exigentes y exactos que han permitido seguir con los estudios en este campo sin superar sus fundamentos. La era de las vacunaciones y antibiótica son gracias a él, así que ya sabéis a quién dar las gracias por vuestra salud y bienestar. De hecho, más de 40 enfermedades contagiosas son curables hoy día como resultado directo de los métodos que dijo. Por si fuera poco, se la jugó una vez más para salvarnos a todos de la rabia. Y todo esto en una sola vida.
En 1888 finalizó la construcción del Instituto Pasteur para curar casos de rabia. Se inauguró el 14 de noviembre de aquel año. Pasteur no pudo pronunciar una sola palabra en la ceremonia de inauguración e hizo que la leyera su hijo mientras él se secaba las lágrimas. Hoy día es el centro más famoso del mundo en investigaciones biológicas y trabajan científicos de todas las nacionalidades. Allí se han desarrollado numerosas vacunas y se continúa en el estudio de virus y microbios intentando controlar miles de enfermedades. Uno de los últimos logros de estos laboratorios fue el hallazgo del VIH, causante del SIDA, por parte de Luc Montagnier.
El día en que cumplió 70 años fue declarado el hijo más insigne de Francia en una celebración con carácter de fiesta nacional que tuvo lugar en la Sorbonne. Asistieron todos sus estudiantes y discípulos. Pasteur entró al recinto del brazo del Presidente de la República mientras la guardia republicana tocaba una marcha triunfal. El ministro de Instrucción Pública, M.Charles Dupuy, tomó la palabra y después de enumerar los trabajos de Pasteur, agregó:
¿Quién puede valorar en este instante lo que la humanidad os debe y lo que os deberá con el tiempo?. Hasta Joseph Lister se trasladó expresamente desde Inglaterra al evento para decirle: Usted ha levantado el velo que cubrió a las enfermedades infecciosas durante siglos; usted ha descubierto y demostrado su naturaleza microbiana.
El gran hombre estaba muy débil para hablar a los delegados que habían llegado de todas partes del mundo. Volvió a ser su hijo quien leyera el discurso, en el que expresaba su creencia invencible de que la ciencia y la paz triunfarían sobre la ignorancia y la guerra, así como su fe de que el futuro no pertenecería a los conquistadores, sino a los salvadores de la humanidad. Lástima que en este punto estuviera equivocado pensando que las generaciones venideras serían mejores.
Louis Pasteur murió en 1895, en una modesta casa próxima a las perreras donde conservaba los perros rabiosos; en Villenueve l?Etang, a las afueras de París. Su fin fue el de un católico ferviente, el de un místico, tal como lo había sido toda su vida: un crucifijo en una mano y la otra estrechada por madame Pasteur, su colaborador más paciente, más desconocido y más importante. En torno del lecho se agrupaban Roux, Chamberland y otros investigadores a los que había inspirado; hombres que habían arriesgado la vida ejecutando fantásticas correrías contra la muerte, y que, de ser posible, hubieran dado sus propias vidas ahora para salvar la del maestro. Sus últimas palabras fueron: ?Uno debe trabajar, uno debe trabajar. Hice lo que pude?. Impresionante.
Su funeral fue el propio de un jefe de estado en la Catedral de Notre Dame. En su lápida se leen hoy sus palabras: Feliz aquel que lleva consigo un ideal, un Dios interno, sea el ideal de la patria, el ideal de la ciencia o simplemente las virtudes del Evangelio.
Es dudoso que en toda la historia de la humanidad haya otro científico haya sido honrado de esa manera. Hasta la profesión médica que tanto se había molestado por ser un ?simple químico? le ofreció homenaje. Y no podría hacer otra cosa: aplicando sus métodos antisépticos la mortalidad descendió en los hospitales en un 55% y los de maternidad también de forma espectacular. Está reconocido como uno de los científicos más grandes de la Historia. Y ya sé que las comparaciones son odiosas pero si queréis hacerlo, en lo que a ciencias biológicas se refiere, tendréis que tirar de gigantes de la talla de Aristóteles o Darwin.
Joseph Meister, el niño al que había salvado, creció y acabó trabajando de portero de dicho Instituto en cuyos sótanos estaba enterrado el gran hombre que le había salvado la vida de niño. En 1940, con 64 años y siendo todavía portero, los nazis tomaron París. Por curiosidad, un oficial nazi le ordenó que abriese la cripta de Pasteur. Antes que hacerlo prefirió suicidarse.
dijo:
Te animo a que te intereses por esos dominios sagrados llamados expresivamente laboratorios. Ten en cuenta que son los templos del futuro, la salud y el bienestar. En ellos la humanidad crecerá, se fortalecerá y mejorará. Allí, la humanidad aprenderá a progresar entendiendo la armonía de la naturaleza, evitando así su tendencia hacia la barbarie, el fanatismo y la destrucción (Louis Pasteur).
Fuente
http://www.historiasdelaciencia.com/?p=293
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