viernes, 25 de noviembre de 2011

Los que perdieron cuento propio

LOS QUE PERDIERON

La billetera estaba tirada a unos metros de la puerta del Banco. De pronto me saltó el corazón. Parecía imposible que nadie la hubiese visto. Aunque no tenía nada que hacer allí, me puse en la cola. Le dejé caer encima el pullover que llevaba en la mano, la levanté con él y me la guardé en un bolsillo. Nadie me vio y súbitamente la mañana oscurecida cobró nueva esperanza. Guita. Creo que hasta saqué del atado un último faso, como para festejar.
Mientras seguía en la cola, fui calculando cuánto llevaba ahora en el bolsillo. Pese al frío, un suave calor se me instaló dentro del pecho cuando pensé en la cara de los chicos. Por una vez iba a llevarlos de compras y regalarles algo como la gente. Seguro que la billetera contendría bastante. En la puerta de un Banco no podía ser de otra manera. Alguna vez se me tenía que sacudir la meada de los perros de encima.
La cola avanzó unos pasos. Yo con ella. Sentí que ese hallazgo era casi una lotería inesperada, un regalo muy especial que el destino me brindaba después de tanta mala leche. Tenía razón al final el viejo cuando decía: ¨Dios aprieta pero no ahorca¨. Alguien me empujó. Empujó también a la doña que estaba delante de mí. La cola avanzó otro poco.
-Perdón ¿Ustedes no vieron una billetera de color marrón? Sí, oscuro... Por favor. Tenía mi pensión ahí adentro, por favor.
Era vieja. Llevaba en la mano un paraguas negro, desteñido a gris como la mañana. Y estaba desesperada.
Desvié los ojos. Ella seguía clamando.
-Por favor... Por favor, alguien que me ayude a buscar.
Varias personas miraban para otro lado. Algunas, sin embargo, abandonaron su lugar en la cola y la ayudaron a buscar. Me putié a mi mismo por no haberme ido rápidamente. Ahora sería ponerme en evidencia. Me quedé.
Seguían buscando. Pasaron como cinco minutos y la vieja se iba poniendo cada vez más desesperada. Pero cuando sentía el impulso de devolvérsela, las caritas de mis hijos me llamaban. Empecé a enojarme con la vieja. Me molestaba su insistencia. La plata era mía. Mía. Me la había encontrado yo, y no iba a permitir que me la robasen.
Por fin todos abandonaron la búsqueda y sólo quedó al lado de la vieja una señora de saco azul. Se sentaron en la escalera. La vieja ya no lloraba. Tenía una expresión ausente, como perdida.
-Era todo lo que tenía ?murmuró? No sé qué voy a hacer. Todo lo que tenía... Otro mes de vida.
De golpe la guita me quemó el bolsillo, pero pensé que si se la devolvía ahora, me exponía a un linchamiento. De todas maneras, seguro que tendría algún pariente, algún amigo. En este país siempre hay alguien que te da una mano.
La vieja se levantó. Tenía una mirada mortecina y se la veía muy cansada. Se fue caminando por la vereda con el paso gastado, arrastrando la punta del paraguas. Parecía como si no se fijara por dónde caminaba. Cruzó la calle.
Un ensordecedor estrépito nos sacudió. Bocinas, un grito de angustia. Todos corrieron. Yo también.
Estaba ahí tirada. Se la veía muy frágil y marchita. Su mano muerta apretaba el puño del paraguas gris. Juro a Dios que quise ponerle en la otra mano aquella billetera. Pero a ella ya no le serviría de nada. En cambio me di vueltas y vomité.
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