viernes, 19 de agosto de 2011

Los dieciocho segundos guión - Antonin Artaud

Guión original extraído de Antonin Artaud / El cine:

Los dieciocho segundos



En una calle, por la noche, al borde de una acera, bajo un farol de gas, un hombre vestido de negro, fija la mirada, inquieto el bastón; un reloj pende de su mano izquierda. La aguja marca los segundos.

Primer plano del reloj marcando los segundos.

En el segundo decimoctavo, el drama habrá terminado.

El tiempo que va a transcurrir sobre la pantalla es el tiempo interior del hombre que piensa.

No es el tiempo normal. El tiempo normal es de dieciocho segundos reales. Los acontecimientos que veremos desarrollarse sobre la pantalla estarán constituidos por imágenes interiores del hombre. Todo el interés del guión reside en el hecho de que el tiempo durante el cual transcurren los acontecimientos descritos es realmente de dieciocho segundos, mientras que la descripción de dichos acontecimientos exigirá una hora o dos para ser proyectada en la pantalla.
El espectador verá producirse ante sí las imágenes que, en un momento dado, desfilarán por la mente del hombre.

Este hombre es un actor. Está a punto de alcanzar la gloria, o al menos un gran renombre, e igualmente va a conquistar el corazón de una mujer, a la que ama desde hace tiempo.

Es víctima de una extraña enfermedad. Es incapaz de concentrar sus pensamientos; conserva entera su lucidez, pero cuando se le presenta un pensamiento, cualquiera que sea, no puede darle una forma exterior, es decir, traducirlo en los gestos y palabras apropiados.

Le faltan las palabras necesarias, no responden a la llamada, está reducido a ver desfilar dentro de sí imágenes, una avalancha de imágenes contradictorias y sin gran relación las unas con las otras.

Esto le hace incapaz de mezclarse en la vida de los otros, de dedicarse a una actividad.

Visión del hombre en la consulta del médico. Los brazos cruzados, las manos crispadas. El doctor, enorme sobre él. El doctor deja caer su sentencia.

Reencontramos al hombre bajo el farol de gas en el momento en que realiza intensamente su estado. Maldice al cielo, piensa: ¡Y esto, justo en el momento en que iba a comenzar a vivir!, y a conquistar el corazón de la mujer que amo, y que tanto me ha costado obtener.

Visión de la mujer, bellísima, enigmática, el rostro duro y hermético.
Visión del alma de la mujer tal como se la imagina el hombre.
Paisaje, flores, una suntuosa iluminación.

Gesto de maldición del hombre:
¡Oh! ¡Ser algo! Ser ese hombrecillo miserable y jorobado que vende periódicos por la tarde, pero a cambio de poseer la total extensión de la mente, ser verdaderamente señor del propio espíritu, pensar en fin.

Visión rápida del hombrecillo en la calle. Después, en su cuartucho, la cabeza entre las manos, como si sostuviera el globo terrestre. Posee verdaderamente su mente. Éste al menos posee verdaderamente su mente. Puede mantener la esperanza de conquistar el mundo y tiene el derecho a pensar que realmente un día lo conquistará.
Porque él posee también la INTELIGENCIA. No conoce las posibilidades de su ser, puede esperar poseerlo todo: el amor, la gloria, el poder. Y, en la espera, trabaja y busca.

Visión del hombrecillo gesticulando, delante de su ventana: ciudades que se agitan y tiemblan a sus pies. De nuevo, en su mesa. Con libros. El dedo extendido. Bandadas de mujeres por los aires. Tronos amontonados. Nada más que encuentre el problema central, aquel de que dependen todos los demás, podrá conquistar el mundo.
Incluso si no encuentra la solución del problema, sino solamente cuál es el problema central, en que consiste, si consigue simplemente plantearlo.

Y... pero ¿su joroba? Su joroba le será quitada además por añadidura.

Visión del hombrecillo en el centro de una bola de cristal. Iluminación a lo Rembrandt. Y en el centro, un punto luminoso. La bola se convierte en el globo. El globo se hace opaco. El hombrecillo desaparece por el medio y resurge como el diablo de su caja, la joroba en la espalda.

Ha marchado a la búsqueda del problema. Lo reencontramos en horribles lugares humeantes, en medio de multitudes a la busca de un ignorado ideal. Asambleas rituales. Hombres pronunciando vehementes discursos. El jorobado, en una mesa, escuchando. Sacudiendo la cabeza, desilusionado. Entre las gentes, una mujer. La reconoce: ¡Es ella! Grita: ¡Ah, detenedla! Es una espía, dice. Tumulto. Confusión. Todo el mundo se levanta. La mujer huye. A él lo colman de golpes, lo arrojan sobre la plaza. ¡Qué he hecho! La he traicionado. La amo. Grita.

Visión de la mujer en su casa. A los pies de su padre:
- Lo he reconocido. Está loco.

Y él se aleja aún más, continuando su búsqueda. Visión del hombre en una carretera con un bastón. Después, ante su mesa, hojeando libros ?cubierta de un libro en primer plano: la Cábala-. Súbitamente, llaman a la puerta. Entran unos esbirros. Se lanzan sobre él. Le ponen la camisa de fuerza: le llevan a un manicomio. Se vuelve loco realmente. Visión del hombre debatiéndose entre rejas. Yo encontraré, grita, el problema central, aquel del que todos los demás penden como las uvas del racimo, y entonces:
Basta de locura, basta de gente, basta de espíritu, sobre todo, basta de nada.

Pero una revolución barre las prisiones, los manicomios, se abren las puertas de los manicomios, él es liberado. Eres tú, el místico, le gritan, eres nuestro maestro. Se rey, le dicen, sube al trono. Y sube temblando al trono.

Todos se van y le dejan solo.
Un vasto silencio. Un mágico asombro. Y, de golpe, piensa:
Soy el amo de todo, puedo tenerlo todo.

Puede tenerlo todo, sí, salvo la posesión de su mente. No es dueño de su mente.
¿Pero qué es a fin de cuentas la mente? ¿En qué consiste? Si pudiera ser dueño nada más que de su persona física. Tener todos los medios, poder hacerlo todo con las manos, con su cuerpo. Y durante ese tiempo, los libros se amontonan sobre su mesa. Y queda dormido sobre ellos.
Y en medio de toda esta ensoñación mental, va a introducirse un nuevo sueño.
Sí, poder hacerlo todo, ser orador, pintor, actor, sí, ¿pero no es ya actor? Es actor en efecto. Y helo aquí, he aquí que se ve sobre la escena con su joroba, a los pies de su amante que actúa con él. Y su joroba también es falsa, está imitada: y su amante es su amante verdadera, su amante en la vida.

Una sala magnífica, desbordante de gentío, y el Rey en su palco. Y es también él quien interpreta el personaje del rey. Es el rey, escucha y se ve al mismo tiempo sobre el escenario. Y el rey no tiene joroba. Ha encontrado: el hombre jorobado que hay en el escenario no es sino la efigie de sí mismo, un traidor que le ha robado la mujer, que le ha robado la mente. Entonces, se levanta y clama: Detenedle. Confusión. Vasto movimiento. Los actores le interpelan. La mujer le grita:
Tú ya no eres tú, ya no tienes tu joroba, no te reconozco.
¡Está loco! Y en el mismo instante los dos personajes se funden en uno en la pantalla. La sala toda comienza a temblar con sus columnas y sus grandes lámparas. El temblor se acerca cada vez más. Y sobre este fondo tembloroso pasan todas las imágenes, temblorosas también, del rey, del hombrecillo, del actor jorobado, del loco, del manicomio, de las muchedumbres, y él se reencuentra sobre la acera, bajo el farol de gas, con el reloj que pende de su mano izquierda, y su bastoncillo agitado por el mismo movimiento.

Apenas han transcurrido dieciocho segundos: contempla una última vez su destino miserable, después, sin duda ni emoción alguna, saca un revólver del bolsillo y se dispara un tiro en la sien.


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